De la resistencia a la revolución
by Ramón Flores
No fue Auschwitz. Fue la dignidad.
El 16 de mayo de 1944, cientos de gitanos presos en el campo de exterminio se rebelaron. No tenían armas. Tenían rabia. Y mucha dignidad.
Ochenta años después, seguimos recordándolo como un acto heroico. Y sí, lo fue. Pero si solo lo convertimos en ceremonia y discurso, lo estamos convirtiendo en activismo de museo. En un monumento que solo mira al pasado.
El mito de la resistencia es una trampa con incienso: parece sagrado, pero huele a jaula. Porque si solo sabes resistir, estás jugando a perder. Como si ser gitano fuera una suscripción vitalicia al modo supervivencia. Y no. No hemos venido a aguantar. Hemos venido a vivir. Y no, ser gitano también es tener derecho a liderar, a transformar, a construir. A jugar el partido sin empezar perdiendo.
Nos han repetido tantas veces el mantra que casi cuela: que hay que resistir, que hay que inspirarse en los «gitanos que lo lograron», en los «referentes». Como si la única forma legítima de existir fuera triunfar en prime time.
Error de sistema: Ser digno no es un privilegio reservado a los referentes. Ser libre no es que la sociedad mayoritaria te dé una palmadita y te diga lo buen ciudadano que eres. Cambiar las cosas no pide perfección, solo decisión, porque el cambio no empieza por salir en la portada de El País.
La revolución está en una chica que levanta la mano para decir lo que tiene que decir, aunque el miedo le esté mordiendo el estómago. Con un chaval que se mete en el consejo estudiantil como quien se cuela en Hogwarts siendo muggle: sin permiso, pero con un par.
En esa familia que no acepta que la traten como sospechosa en la consulta médica. Y no hacen discursos. Hacen vida.
La revolución gitana no tiene final feliz ni banda sonora épica. No hay desfiles ni discursos motivacionales. Es un grupo de chavales que decide organizarse, formarse y ocupar espacios sin tener que justificarse por existir.
Y ahí está el punto: no se trata solo de participar como gitanos. Se trata de ser parte activa de lo común. Ecologismo. Feminismo. Derechos digitales. Justicia social. Nos han querido encerrar en el activismo étnico como si fuera un corralito con buenas intenciones.
Pues no.
No tenemos que elegir entre ser gitanos o ser ciudadanos. Somos ambas cosas y, además, podemos reventar el sistema, desde dentro. Porque el presente no se escribe desde los márgenes.
No es necesario pasar por el aro de la asimilación. No se trata de encajar en una silla ajena, sino de ampliar la mesa. De cambiar las reglas sin pedir permiso para estar.
Porque nos hemos creído el cuento de la «vulnerabilidad». Nos hemos puesto la etiqueta de «personas racializadas» como si fuera una medalla, como si ser pobres o marginados fuera una identidad digna de aplauso. Nos hemos vendido sin darnos cuenta. Hemos aprendido a hablar de nuestra opresión como si fuera el único relato que nos define, como si el dolor fuera un pasaporte a la legitimidad.
Y lo peor: nos ha gustado. Porque es más fácil dominar el lenguaje de la lástima que el de la revolución. Nos hemos puesto la corona de víctimas perpetuas. Nos hemos acomodado en el papel de los oprimidos que inspiran lástima, los que siempre «superan adversidades» pero nunca las dinamitan. Para que nos den like en sus paneles de diversidad.
Pero basta.
Somos resistentes, sí, pero obstinados, feroces e insumisos. Y, sobre todo, no necesitamos que nadie nos dé permiso para dejar de llorar y empezar a romper cosas.
Este 16 de mayo conmemoramos. Por supuesto. A quienes resistieron cuando no quedaba otra. Pero también nos toca decir, alto y claro, que resistir ya no debería ser nuestra estrategia ni nuestra razón de ser.
La memoria de nuestros antepasados no es una lápida para cargar, sino un fuego para iluminar caminos que ellos no pudieron recorrer.
Ahora toca transformar. Crear. Participar. Liderar. Sin clichés. Sin tutelas.
No más héroes solitarios. Queremos enjambres. Movimiento. Estrategia. Barrios que no pidan perdón. Juventud sin miedo.
Porque la memoria sin acción es nostalgia. Y nosotros no hemos venido a llorar.
No hemos sobrevivido siglos de persecución para convertirnos en una nota al pie en la historia de otros. Hemos resistido para reescribir la historia. Con tinta propia. Y sin pedir permiso.
No necesitamos más «referentes». Queremos que dejes de necesitarlos.