Gitanos y cambio climático, un nuevo desafío

by Ramón Flores

CREDIT.Society of Environmental Journalists

*Imagen de  Society of Environmental   Journalists

A día de hoy sabemos bien que las políticas de adaptación al cambio climático, como el 99% de otras iniciativas en cualquier otra área, están construidas sobre los pilares del discurso occidental y de quienes ostentan el poder y la riqueza.

Empezar a comprender como funcionan estos pilares debería tener implicaciones sobre cómo están siendo y serán las respuestas socialmente justas con respecto a la crisis climática.

Pero esta visión occidental, que impone el imperio del dinero, despoja de humanidad y de cultura a todo lo que conllevan los cambios sustanciales que son necesarios para no seguir enfermando al planeta.

Porque cuando hablamos de cambio climático, no estamos hablando únicamente de emisiones de CO2 de las chimeneas de las industrias, o de las boinas de contaminación que rodean a las grandes ciudades. El cambio climático va más mucho allá y afecta a millones de personas en el mundo y que son los principales sacrificados en las explotaciones agrícolas, en las extracciones de combustibles fósiles o en la canalización de agua potable para su consumo.

No olvidemos que uno de los cimientos sobre los que se sustenta el racismo es la deshumanización de las personas, esos que no forman parte del “nosotros”, aquellos que merece la pena sacrificar por un bien común mayor, tal y como ha expuesto en varias ocasiones la periodista y activista canadiense Naomi Klein.

Las actuales políticas para mitigar el cambio climático no contemplan lo que una parte de la humanidad ha destruido impunemente en territorios explotados a través de la colonización, justificando la “necesidad” de esas acciones para que no pesen sobre sus conciencias el maltrato y la extinción de poblaciones enteras y de una parte de la “otra” humanidad por ese bien común. Estas políticas son armas de doble filo, por un lado, alertan del peligro que corren algunos grupos vulnerables y al mismo tiempo, refuerza la imagen de que son potencialmente peligrosos, como los poblados “rebeldes” de África o los asentamientos chabolistas de Europa del este (y la occidental también), donde las comunidades gitanas protagonizan, de nuevo, el mayor drama en esta Europa tan desarrollada y a la vez tan caótica.

Durante los últimos años hemos sido testigos del despliegue por toda Europa de diferentes programas de adaptación, en el siglo XX, o de integración en el siglo XXI que han perseguido que las comunidades romaníes se adapten primero (porque estaban inadaptadas) o se integren después (porque estaban desintegradas). El proceso de urbanización de poblaciones rurales o de asentamientos chabolistas romaníes ha tenido prácticamente siempre un mal resultado social. Lamentablemente, muchos de esos procesos no han partido de la necesidad de mejora de la vida de las personas gitanas, sino más bien, aprovechar el espacio donde vivían, despojarlos de él, construir y hacer girar la rueda de la economía. En otros casos, simplemente porque interesaba que los gitanos estuvieran lejos de los centros de las ciudades.

No hace falta irse al cuerno de África o al sudeste asiático. Podemos ir a Triana, en Sevilla.

Ese trozo de tierra al otro lado del río Guadalquivir que no era más que un cenagal que conectaba la ciudad con unos pocos huertos y corrales de vecinos, fue, durante tres siglos, hasta mediados del XX donde estaban asentados un gran número de los gitanos de Sevilla. Sin embargo, entre la década de los 50 y 60, se llevó a cabo una expulsión de todas esas familias, pues llegaba la piqueta y la especulación urbanística, produciéndose un realojo forzoso a zonas como el Polígono San Pablo o el Polígono Sur, lejos de las acometidas de agua, luz y red de alcantarillado.

Meses después, se empezó a construir una nueva Triana, aprovechando el “duende y el arte” dejado por los gitanos expulsados, para construir un barrio con solera y embrujo, donde hoy, en los años 20 del siglo XXI, un estudio de 40m² sin ascensor cuesta 200.000 euros. El estado del Polígono San Pablo o el polígono Sur… ya saben cómo es.

Ocurre algo parecido con la inmigración. El inmigrante como amenaza, porque es impredecible y no se acaba de integrar, ese que se ha sacrificado para un bien común pero que a la vez victimizamos por los efectos del cambio climático que nadie ha creado ni se hace responsable, pero que está ahí.

La jugada es la misma con las comunidades gitanas; están siempre en las periferias porque las administraciones han querido y los han forzado a ello (ya no vale eso de “es que no se quieren integrar”) y al mismo tiempo, se crean estrategias nacionales de inclusión sin deshacer previamente el pecado primigenio de apartarlos del dinamismo de las ciudades.

Sin embargo, en el G-20 y en la Cumbre Climática celebrada a finales de octubre, se sigue hablando de lo mismo. Tenemos que reducir las emisiones de CO2, los países más desarrollados tienen que hacer esfuerzos más grandes y ayudar a los países en desarrollo y bla bla bla… Dos décadas hablando de lo mismo, sin resultados.

Porque estas políticas están basadas en una preocupación geo-política para seguir construyendo “desarrollo y bienestar social”, ese mismo que nos ha conducido hasta aquí desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Preservar el poder del capitalismo mundial, para poder seguir controlando el desarrollo de los países más pobres. Cambiar algunas cosas para que nada cambie.

El debate público actual es demasiado simplista, apolítico y técnico, centrado en la búsqueda de soluciones verdes que quedan genial en los discursos públicos, pero con los que se siguen violando los derechos humanos de millones de personas en el planeta. Aquí mismo, en nuestra querida Europa, miles de personas en las comunidades romaníes en Europa del Este siguen sin acceso al agua potable, a cambio de que los países de la ex – Yugoslavia se pongan firmes y acaten las reglas del juego para su futura (e incierta) integración a la Unión, al mismo precio que ya pagaron Bulgaria y Rumanía.

Escondan a sus pobres, construyan edificios con los materiales que nosotros les vendemos e intégrense, que quizá, algún día, puedan formar parte de nuestro selecto club”.

El racismo estructural que enfrentan las personas romaníes durante siglos, ha llevado a muchas comunidades a vivir en lugares muy vulnerables a las desastrosas consecuencias de la crisis climática, por ejemplo, inundaciones, deslizamientos de tierra y falta de acceso a servicios básicos. El legado de segregación y falta de inversión en infraestructura significa que muchas comunidades gitanas son desproporcionadamente vulnerables a los impactos cada vez más severos de eventos climáticos extremos, como las fuertes lluvias y las altas temperaturas.

Las desigualdades profundamente arraigadas significan que las personas gitanas se encuentran entre las que menos han contribuido a la crisis climática y, al mismo tiempo, tienen más probabilidades de sufrir sus numerosos efectos nocivos.

Debemos ya empezar a ser conscientes de que existe el racismo climático. La Universidad de Carolina del Norte-Chapel Hill presentó en junio de 2021 un estudio donde se demostraba que las diferencias en cómo afecta los impactos de las altas temperaturas en Estados Unidos no se explican por la pobreza sino por el racismo histórico y la segregación.

Las personas de color (todos aquellos que no se identifican como blancos) viven en áreas con menos espacios verdes y más edificios y vías de transporte, lo que exacerba el efecto del aumento en las temperaturas y del cambio climático. La exposición al calor no solo conduce a un aumento de la mortalidad, sino que también está relacionada con una variedad de impactos que incluyen insolación, golpes de calor, pérdida de productividad en el trabajo y problemas de aprendizaje.

La situación es perfectamente extrapolable a Europa y a las comunidades gitanas y si se siguen tomando decisiones para estos núcleos poblacionales sin el aporte y la visión de la sociedad civil gitana, que es la afectada, dichas políticas y futuras iniciativas volverán a fracasar como aquellas del realojo forzoso, con nefastos resultados.

Esperamos que, aunque el marco actual del trabajo en el cambio climático tiene la limitación de carecer de una representación diversa, donde las comunidades gitanas afectadas no tienen voz, todavía hay espacio y tiempo para involucrar nuevas perspectivas en la formulación de políticas para hacer las próximas rondas de objetivos de una manera más interseccional, donde el movimiento contra el racismo climático crezca y que dicho desarrollo pueda eliminar la brecha en los movimientos verdes globales y antirracistas para minimizar la crisis climática de una manera mucho más inclusiva y efectiva, abierta a diferentes voces y a la diversidad de visiones, entre ellas, la gitana.