Genealogía del antigitanismo: la buena fe y la mala sangre

by Ismael Cortés Gómez

Condenado por la Inquisición _ Lucas Velázquez, Eugenio

*Condenado por la Inquisición. Lucas Velázquez, Eugenio. 1860. Museo Nacional El Prado

 

“Cristianos viejos sin raza de judío ni de moro ni de herejes.”

“No es posible que el árbol malo dé buen fruto; la sangre infectada mancha la pureza de la fe.”

“Para mantener la paz del reino, es necesario que todos sus súbditos compartan la misma fe.”

 

Estas frases, atribuidas a Tomás de Torquemada, resumen con claridad aterradora el imaginario que vertebró la construcción de la unidad de los reinos de España entre los siglos XV y XVI: una nación que no se definía tanto por fronteras geográficas, cuanto por fronteras de sangre y de fe unificada, de genealogía depurada y de obediencia al Rey.

Este 8 de abril de 2025, el rey Felipe VI preside un acto institucional en el Congreso de los Diputados con motivo de los 600 años de la llegada del pueblo gitano a España. Este aniversario, más allá del gesto simbólico, nos obliga a repensar la historia desde una mirada crítica. ¿Cómo se ha construido un Estado que durante siglos ha excluido sistemáticamente al pueblo Gitano?

La construcción del Estado no es el resultado de un proceso democrático reciente, sino de una ingeniería político-religiosa cuidadosamente diseñada desde el siglo XV. En 1479, con la unión dinástica de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, se sentaron las bases de un proyecto de monarquía común que, sin borrar del todo las autonomías de cada reino, los subordinó a un ideal compartido: una sola fe, un solo rey, una sola lengua.

La incorporación de Navarra entre 1512 y 1515, bajo la presión militar de Fernando el Católico, completó el mapa político peninsular. Bajo Carlos I y Felipe II, este proyecto tomó forma imperial, con una administración cada vez más centralizada, una Inquisición poderosa, una lengua dominante (el castellano) y la imposición de la fe católica tanto dentro como fuera del continente. La unidad no se construyó solo desde el poder político. Se impuso desde la religión como forma ideológica de poder. La fundación del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición (1478), la expulsión de los judíos (1492), las conversiones forzadas de musulmanes (1499) y la posterior expulsión de los moriscos (1609–1614) fueron los pilares de una política de homogeneización espiritual que pretendía convertir al reino en un cuerpo moral único.

La Inquisición tuvo un alcance político, racial y social: se centró en la «limpieza de sangre» y no solo en cuestiones doctrinales. Se convirtió en un aparato del Estado, usado para disciplinar no solo la fe, sino el comportamiento y el linaje de los súbditos. En este contexto emergió el ideal del “cristiano viejo” como modelo excluyente de ciudadanía. No bastaba con adoptar la fe católica: había que serlo desde la sangre, sin “manchas” de ascendencia judía, musulmana o herética. A través de los estatutos de limpieza de sangre, se exigía probar, con genealogías que se remontaran hasta los bisabuelos, que uno no descendía de conversos. Los bautismos, los testamentos, las partidas parroquiales se transformaron en instrumentos de vigilancia. El bautismo perdió así su función espiritual y fue convertido en un acto burocrático. La fe ya no se vivía: se rastreaba. La ortodoxia era hereditaria. Como expresó Torquemada: “La sangre infectada mancha la pureza de la fe.”

El Edicto de Granada de 1492, que obligó a todos los judíos no conversos a abandonar el reino, fue el primer gran acto de limpieza étnica-religiosa. En 1499, el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros —arzobispo de Toledo y sucesor de Torquemada como confesor real— rompió los acuerdos de tolerancia con la población musulmana de Granada, quemó ejemplares del Corán en la plaza Bib-Rambla y forzó su conversión bajo amenaza de expulsión. En ese mismo año de 1499, en medio de esta atmósfera de fervor inquisitorial, los Reyes Católicos firmaron en Madrid la primera Pragmática contra los gitanos -redactada por el cardenal Cisneros-. Aunque los gitanos no eran herejes ni representaban una amenaza doctrinal, su estilo de vida —nómada, sin gremio, sin señor, sin adscripción a territorio alguno— los convirtió en enemigos del orden político y religioso. La ley les prohibía el nomadismo, les exigía asentarse, adoptar oficios reglados y vivir bajo vigilancia fija. Si no lo hacían, serían castigados con azotes, trabajos forzados o la expulsión.

Durante más de dos siglos, el pueblo gitano fue sometido a una legislación que alternaba entre la asimilación forzada y la persecución violenta. Desde nuevas leyes en el siglo XVI hasta la Gran Redada de 1749, su persecución fue constante. A los ojos del Estado, los gitanos eran irredentos, indómitos, imposibles de integrar, portadores de una rebeldía esencial.

En 1631, el jurista Juan de Quiñones de Benavente escribió el Discurso contra los gitanos, una pieza brutal que sintetiza la ideología estatal del momento: “Por su misma naturaleza son enemigos de la policía y del gobierno, y no se puede esperar fruto alguno de su enmienda.” Esta afirmación va más allá del campo de la teología y entra en el campo del discurso racial: establece que hay grupos humanos cuya naturaleza los hace enemigos de la sociedad. Ya no se trata de castigar conductas, sino de eliminar esencias. No hay redención posible. Es el paso decisivo hacia un racismo institucional, anterior a las teorías biológicas del siglo XIX, pero ya perfectamente articulado: con sus archivos, sus leyes, y su aparato burocrático de vigilancia y castigo.

La unidad de los reinos de Castilla, Aragón y Navarra no fue solo un proyecto territorial: fue un sistema ideológico que impuso una forma de ciudadanía vinculada al linaje de la sangre y a la uniformidad cultural. En esa España, judíos, moriscos y gitanos fueron los “otros internos”: tolerados a veces, perseguidos a menudo, siempre convertidos en los chivos expiatorios de los pecados de la patria.

El acto del 8 de abril de 2025, presidido por el rey Felipe VI, no debe convertirse solo en un ritual simbólico. Si queremos honrar los 600 años de presencia del pueblo Gitano en España, debemos mirar con seriedad la historia de la marginación y la violencia institucionalizada, de estigmatización persistente y de exclusión normalizada por el Estado.

Por lo tanto, conmemorar sin estudiar, recordar sin comprender, celebrar sin reparar, equivale a repetir los errores del pasado. La historia de España necesita recuperar la memoria no desde la épica, sino desde el análisis de las estructuras que sostuvieron el racismo, el clasismo y la exclusión. La genealogía del antigitanismo no debe permanecer en los márgenes de la historia nacional. Debe ocupar un lugar central en los planes educativos de nuestro sistema escolar obligatorio.

El papel de los confesores reales —Torquemada y Cisneros en particular— fue central en esta maquinaria. No solo guiaban la conciencia espiritual de los monarcas, sino que definían el bien y el mal a escala de razón de Estado. Eran guardianes de la fe monárquica, pero también ingenieros del alma colectiva, moldeadores de un cuerpo social que debía ser homogéneo. Lo inquietante es que este pensamiento teológico-político no desapareció; con el paso de los siglos reapareció, se transformó, persistió en otras formas. Cada régimen pasado (o proyecto presente) que ha soñado (o sueña) con una nación purificada, se ha inspirado en esta herencia inquisitorial. Y en el centro, persiste una idea: que el orden solo puede nacer de la uniformidad. Y que todo lo que se desvíe —en fe, en origen, o en costumbre— debe ser corregido o eliminado.

 

Ismael Cortés, Profesor Asociado en la Catedra UNESCO de Filosofía para la Paz, Universitat Jaume I.

Investigador Postdoctoral – Departamento de Historia Europea y Estudios Culturales, Universidad de Heidelberg

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