¿Interculturalidad es igualdad?

por Antonio Vázquez Saavedra

No es un título caprichoso éste.

Entramos en una época en la que los derechos humanos vuelven a situarse en un primer plano como modelo ético y político.

Pero además, este momento trae consigo algo diferente a los anteriores:

Viene a decirnos que los pilares para la construcción de un mundo mejor deben cuestionar la lógica de la hegemonía de los mercados, la propiedad privada, las tasas de ganancia y la búsqueda perpetua de beneficios de unos cuantos (creadores de marginación y suburbios).

Este fenómeno puede que sirva para unir voces a favor de los derechos de las grandes mayorías y las grandes minorías: las de los trabajadores, las mujeres, la de los mayores, de las niñas y niños.

La calidad de vida es un bien a conseguir y eso no nos llega caído del cielo aunque haya quién sigue creyendo lo contrario y creándonos falsas ilusiones.

Para conseguir esa calidad, hay que seguir esforzándose:
La creación de empleo, la vivienda digna, la escuela abierta y transparente, forman parte de las necesidades colectivas.

Tal vez, este momento no pueda borrar las vidas desaprovechadas, aquello que quisimos hacer pero no pudimos.

A todas las culturas nos puede unir el advenimiento de la pobreza y de ésta, la más grave, la de las más pobres de las pobres: personas desvinculadas de todo; las que han perdido su identidad, sus tradiciones.

Las consecuencias de todo lo peor se las llevan siempre los vulnerables.

Por eso las puertas deben de seguir abiertas y el modo de hacer ha de ser la bienvenida.

Enriquecer la mente para comprender que nos hemos de abrir a nuevas perspectivas.

Acompañar a los más escépticos, pues siempre nos quedamos cortos en los ejercicios didácticos que nos vacunen contra la intolerancia y la incredulidad de las viejas inquietudes que miran con lentes de décadas pasadas.

Cambiar es pensar en hacer cosas diferentes sin dejar de avanzar, aunque sea hacia atrás, sobre todo cuando eso nos resulte beneficioso.

Para sentirnos personas identificadas con las cosas que pasan a nuestro alrededor, deben ser buenas tanto para los de fuera como para los de dentro.

Deben ser interesantes para todo el mundo. Pues todo lo que nos afecta lo es de manera colectiva y apartarnos es negar las evidencias.

Los pueblos no pueden quedar aislados.
Tenemos muchas cosas en común: luchamos por los mismos derechos, protegemos a los más débiles y escuchamos palabras sabias.

Normalmente las líneas mercantilistas se trazan con escuadra y cartabón y nada tienen que ver con los intereses del beneficio común.

La explosión del malestar ciudadano incumbe al nuestro, pues pasa factura a los sectores con más dificultades, impide subirse al carro del progreso, allá donde las ruedas deben ser redondas y no cuadradas.

Recelos y desconfianzas que a menudo tienen sus causas en leyendas y mitos, merecen ser colocadas en el lugar que les corresponde, ni más ni menos que en su debido sitio.

Permitir que sople el viento es dar paso al optimismo, que no es más que el lugar de aspiraciones y el desarrollo en armonía de nuestros deberes.

La estrategia de la convivencia ha sido la interculturalidad. El menos malo de todos los intentos por conseguir el respeto a la dignidad de los seres vivos y la lucha contra la prohibición de las culturas.

Lucha que no es ni más ni menos que el derecho a la conservación.

La cultura es cultivo, es decir, cuidado sensible por las tradiciones y las costumbres, una suerte de regalo que como una planta, hay que ir regando y mimando para que al final su sombra sea la que nos proteja y nos cobije.
El mundo está siendo desollado y para no dejarlo yermo del todo, nuestras aportaciones deben dirigirse al manteniendo firme de la idea de comunidad hermanada.

Sigue existiendo el infierno de consideraciones morales y genocidios.

Paisajes de desolación, lugares temidos, olvidados, que se vuelven absolutos deslugares a los que nadie quiere mirar y pasa de largo.

Por todo esto nuestra sonrisa sigue estando alegremente triste, pues triste es la vanidad de los que se creen más que otros.

Lo que en un principio nos puede parecer cómodo al final se nos vuelve en nuestra contra.

Los guetos han sido la forma más perversa y la idea más nefasta de acabar con una cultura.

A pesar de lo que pueda parecer, aislarnos no nos ayuda en nada, pues genera entre nosotros el abrazo a una soledad vacía y que a otras culturas ya les parezca bien.

Hemos de seguir plantando árboles para no llenarnos de olvido, pero también atentos al devenir.

Nuestra cultura nada tiene que ver con lo que pretenden otros que nos ofrecen bienestar convertido en una mercancía para los que tienen dinero.

No puede ser que nos confundan. Los gitanos no podemos perder la batalla frente al consumismo, enemigo brutal de la solidaridad, tradicional amiga nuestra.

El préstamo que nos ha cedido la sociedad mayoritaria ha sido este consumo excesivo, que nos llena de deudas, con falta de recursos y con pocas expectativas de ocupabilidad.

Una situación de empobrecimiento general poco alentadora.
Por otra parte, existe el peligro de la desunión, de estar divididos o fragmentados y algunos, proclives al conflicto.

Hay que tratar de superar el aislamiento. No debemos quedarnos solos.

En la escuela, a veces, no sabemos si el niño está solo al final de la clase porque no le interesa lo que enseñan, o porque no interesa a los que enseñan”.

Sin embargo, la mejor prueba de relación cultural nos la demuestran diariamente nuestras niñas y niños. Ellos comprenden que todo puede cambiar.

Se abrazan y empujan, y ese gesto infantil e ingenuo es capaz de echar por tierra todos los discursos xenófobos y racistas que aún siguen circulando por ahí.

La complejidad es el indicio de que estamos frente a cosas interesantes. Y las utopías siguen siendo formas de caminar pausadas pero ágiles que nos ayudan a avanzar en los valores de la tolerancia que es donde nace la igualdad.

Hemos de alcanzar una manera de conciencia integrada a la que jamás hemos renunciado pero que solos no vamos a obtener.

Hay otras formas de caminar y el reto es formidable: ausencia de estereotipos, búsqueda de los marcos apropiados y seguir aprendiendo a actuar.

Todos estamos en lo cierto. La razón por la que decimos cosas diferentes es que nos ha tocado vivir nuestras experiencias de maneras distintas.

El principio de vivir en armonía con personas que tenemos un sistema de creencias diferente es el que ha de asumir la tarea de la integración.

La cuestión sobre cómo queremos vivir tiene mucho que ver con el tipo de personas que queremos ser, las relaciones que pretendemos, el estilo de vida que apreciamos, los valores estéticos que deseamos.

La cuestión debería ir mucho más allá de los recursos que podamos almacenar.

Se trata del derecho colectivo a seguir avanzando de acuerdo con nuestros deseos y necesidades.

La cultura es lo que queda. Y eso no lo vamos a perder.

Y aunque cada cual pueda tener su propia idea sobre lo que es la igualdad, nuestra igualdad debe tener sus raíces en la ausencia del olvido, pero también en la mirada hacia el horizonte de la convivencia.

No podemos consentir obstáculos para el diálogo entre las culturas, pues no es más que el trabajo continuado para el éxito social.

Y para finalizar, me gustaría acabar con una frase de Bruno Ducoli, «Unir sin confundir, distinguir sin separar».