Volver a empezar

by Ramón Flores

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8 de abril de 1971, Londres.

Primer Congreso Mundial del Pueblo Gitano.

Gitanos de 28 países se lanzan a la aventura de lo desconocido para poner en común realidades, anhelos, inquietudes y aspiraciones para con sus comunidades. La mayoría provenientes de países bajo regímenes comunistas, otros, de países bajo regímenes fascistas como España.

Grandes nombres grabados para siempre en la historia, como Grattan Puxon, Slobodan Bersbeski, Jarko Jovanovic, Ramirez-Heredia y tantos otros que pusieron el primer hito en un camino que estos días cumple medio siglo.

El resto de la historia, ya la saben.

 

9 de abril de 2021. Algún lugar del mundo.

Abusos policiales, ignorancia política, discriminación estructural, invisibilidad social, acoso en redes sociales y en las calles. La realidad de las comunidades gitanas en el planeta no parece la mejor de todas después de cincuenta años de oficialidad de un movimiento que se suponía iba a contribuir a cambiar las cosas para más de doce millones de personas en el mundo.

Cada 8 de abril, eventos sin pies ni cabeza nos muestran el trabajo de organizaciones no gubernamentales luchando contra la discriminación, otros sacando la misma foto en blanco y negro del congreso con Yul Brynner, otros hablando del Gelem Gelem… Pero todos lejos del mensaje de unidad e identidad política romaní que soñaron los del 71.

Seguimos sin una identidad política clara, más allá de las fronteras de los países donde vivimos. Nos hemos embriagado con palabras como Romanipen, Yekhipe, pero en cuanto llega el 9 de abril, se apagan los focos y todos vuelven a su oficina con sus proyectos en el barrio. Hasta el año que viene.

Quizá a lo largo de estos años, sobre todo los últimos diez-quince, nos hemos embriagado a nosotros mismos de una palabra, “activista”, que de tanto repetirla, como muchos otros términos, ha perdido su sentido. Pero eso no significa que el activismo haya perdido su razón de ser ni su necesidad.

Los activistas romaníes tenemos razón en casi todos los frentes. Tenemos razón sobre la supremacía blanca en el mundo, los privilegios, la apropiación cultural, las continuas agresiones y la presencia perpetua del antigitanismo en la sociedad. Seguimos teniendo razón en que las comunidades gitanas no pueden acabar con el racismo sistémico y que no es nuestro trabajo (¿o tal vez sí?) educar a los aliados sobre el antigitanismo y su omnipresencia. Los activistas seguimos teniendo razón, pero no estamos ayudando tanto como nos creemos.

Vivimos unos tiempos en que somos conscientes de los daños que hay que reparar y queremos combatirlo. Todos queremos ayudar. Nuevas generaciones se unen para continuar el camino. Pero estamos siendo testigos de que estas nuevas generaciones se están formando en Internet, se están graduando en el activismo de Twitter y Facebook.

Hoy hablamos de interseccionalidad, transversalidad y sabemos identificar a racistas infectos y sabemos crear hilos en Twitter sobre si un político o un periodista o un personaje cualquiera ha soltado alguna alharaca racista online. Y nos ponemos etiquetas y nos llamamos “activistas” como si de una nueva identidad se tratase, como si hablásemos de una necesidad auto impuesta para estar en el “movimiento”.

Pero yo sigo creyendo en la buena fe y en los corazones de las personas que sí están en el lugar correcto, sin embargo, el activismo de performance (activismo arraigado en la óptica, la percepción y la proyección de una imagen de apoyo), no crea sociedades más justas.
La lucha contra el antigitanismo debería haberse adaptado y moldeado a lo largo del recorrer de los caminos. Pero cincuenta años después de aquel congreso, no lo hemos conseguido.

Porque si eres gitano en (inserte aquí un país de Europa), estarás discriminado, violentado o ignorado en el mercado laboral. Lo mismo en el sistema educativo. La cultura te ignorará y te ninguneará. Solo se acordarán cuando lleguen los días señalaítos y sabemos que todas estas cosas deberían tener un impacto mediático y situarse en el centro del debate. Pero seguimos sin conseguirlo.

Las sociedades blancas siguen siendo alimentadas con propaganda que dice que los gitanos son malos, que no se integran, que alguien conoce a los gitanos de tal barrio y son lo peor, que no te puedes fiar, que sólo quieren subvenciones y casas gratis.

¿Ha cambiado algo la realidad del 71 con la de ahora? ¿De verdad estamos mejor?

A rasgos generales, es indudable que sí. Los regímenes democráticos imperan en Europa, al menos sobre el papel. El estado de bienestar es innegable (aunque mejorable), entonces ¿por qué seguimos enfrentando los mismos problemas 50 años después?

Seguimos teniendo los mismos problemas, pero la diferencia ahora es que tenemos más activistas diciendo que tenemos muchos problemas. Cada uno con un altavoz diferente. Unos siguen hablando de nación gitana, otros sobre flamenco y cultura, otros claman 24 horas al día, 7 días a la semana que son antifascistas…

Y esto no está mal. No es una crítica. Los políticos publican tweets hablando sobre el 8 de abril, de vez en cuando algún periodista dice alguna cosa sobre la discriminación hacia los gitanos. Pero seguimos teniendo mil batallas de guerrilla en mil frentes distintos y miles de personas gitanas siguen sin acceso al agua potable, siguen siendo agredidos por las fuerzas policiales, ignorados en las instituciones.

¿Dónde está la unidad que clamaban los del 71?

Quizá no hemos sabido leer el contexto donde nos hemos movido estos últimos cincuenta años. Los 70 y los 80 fueron épocas de profundo cambio social en todas partes del mundo. El fin de la guerra de fría, el triunfo del capitalismo, el nuevo rol de las Naciones Unidas, de la OTAN, la transformación de la Comunidad Económica Europea en la Unión Europea… y nosotros en tierra de nadie, dando voces en el desierto, cada uno por su lado. Seguimos ahí, por desgracia, en 2021.

No me suele gustar comparar movimientos sociales con respecto a distintos grupos y distintas épocas, porque no es sano ni útil desde un punto de vista sociológico, pero ahora creo que es importante intentar trazar ciertos paralelismos con los movimientos de los derechos sociales hechos por los negros en EEUU.

Desde que Rosa Parks se negara a levantarse de su asiento en un autobús en Alabama hasta que Barack Obama fue proclamado presidente, pasaron cincuenta y tres años. No estamos diciendo que la solución para las comunidades romaníes sea una presidenta gitana en algún país, aunque eso estaría genial. Tampoco estamos diciendo que el racismo contra los negros en EEUU se haya solucionado.

Pero tal vez sí que podríamos analizar con la perspectiva del tiempo qué hicieron bien en EEUU estos últimos sesenta años. ¿Tuvieron más claro sus objetivos? ¿Mostraron más unidad? ¿Tuvieron mejores aliados?

Quizá sea una combinación de todas esas cosas, pero lo que está claro es que las comunidades romaníes, cincuenta años después, seguimos más o menos en el mismo sitio.
Quizá queremos ser una comunidad a la que se le preste atención, pero nadie se atreve a hacer una “campaña” de verdad con nosotros.

Puede que no necesitamos un Roma Lives Matter, porque mientras los activistas reconocemos el tamaño y la importancia de la protesta, todos, sin excepción, al final del día regresamos a casa y la mayoría, regresa a su barrio, su barrio de gitanos. De nuevo aislados.

Al final, como decía anteriormente, el activismo de performance se nos ha ido de las manos, simplemente porque no funciona, no sirve para nada, no reporta beneficios a la comunidad. No deberíamos olvidar que el activismo no se trata de perfección o buena ejecución de las acciones, se trata de educación y resistencia.

Para aquellos que son nuevos en el activismo gitano, puede ser fácil caer en el activismo de performance, pero esas medidas a medias no son suficientes. Las palabras vacías y las imágenes de perfil de Facebook no son suficientes. El silencio no es una opción y tampoco una muestra vacía de pseudo-solidaridad. Para avanzar hacia una justicia duradera y cambios sistémicos significativos, el activismo debe ser más que una performance.

Debemos ser conscientes que el activismo es fundamentalmente multifacético, particularmente en tiempos de pandemia. Por supuesto que hay múltiples vías para el activismo, que incluyen utilizar la visibilidad de las redes sociales para llamar a la acción, donar, recaudar fondos, firmar peticiones, contactar a políticos para promulgar cambios legales y educarse a sí mismo. No existe un enfoque único para el activismo.

Sin embargo, las redes sociales también pueden ser un refugio seguro, una forma para que las personas hagan lo mínimo de una manera muy visible que alivie su sentimiento de culpa, haciéndoles parecer que están en el lado correcto de la historia sin tomar ninguna acción concreta y esto, nos guste o no nos guste, pasa cada 8 de abril.

Esto no quiere decir que las personas que hacen activismo online sean malos activistas. En cambio, demuestra los límites del activismo en las redes sociales: la visibilidad que la convierte en una herramienta poderosa también se presta a la necesidad de reconocimiento de esa performance. Estas acciones no logran crear un cambio o comprensión duraderos, sino que demuestran la necesidad de que el activismo en las redes sociales vaya acompañado de acciones. Creo que ahí es donde estamos fallando, no creamos que ya hemos recorrido todo el camino. No tengamos miedo a empezar de nuevo.

El activismo es un proceso de crecimiento individual y conversación constante, un compromiso con toda una vida de acción y atención que no puede detenerse hasta que se logre la justicia y la igualdad. Sigamos trabajando y seamos más eficientes, incluso después del 8 de abril.

 

*Imagen de Raul Krauthausen @raulde